Rápido y furioso

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Era un hábito sin fisuras. Una experiencia religiosa. A la salida de la escuela, mamá Silvia lo esperaba con la vianda para poblar su estómago. Claro, tenía un viaje de tres colectivos hasta Camino del Buen Ayre y Martín Fierro. Y de ahí, diez cuadras más hasta llegar a la Villa Olímpica de Ituzaingó. En la escalera al cielo hasta la primera de Vélez, Nicolás Otamendi seguía esa rutina desde los siete años. No apuntaba para crack, decían sus técnicos en las inferiores. Por eso, un día se le ocurrió practicar boxeo. Iba con uno de sus primos al gimnasio del barrio La Paloma, en el Talar de Pacheco, según publicó el periodista Cristian Grosso en el libro Futbolistas con historia (s) de Selección. Golpe a golpe, el defensor -por entonces en la Séptima División- buscaba quitarse las dudas que habitaban en su cuerpo.

Hasta que, un año más tarde, el título con la Sexta, a cargo del Turco Asad, pulverizó esas incógnitas. Y lejos de los ganchos y los jabs a la bolsa, se convenció de sus sueños de fútbol. Miguel Russo lo promovió de la Quinta al plantel profesional. Ni siquiera lo frenó el carácter volcánico de Ricardo Lavolpe, cuando lo hizo estacionar un tiempo en la Cuarta. Desde su ingreso contra Tigre, en febrero de 2009, Otamendi vivió todo a velocidad máxima. Fue campeón con Vélez en el torneo Clausura de aquel año, firmó contrato con Porto, estuvo en Atlético Mineiro y captó todos los flashes en Valencia. Se dio el gusto de convertirle a Atlético de Madrid y Real Madrid. Y a los 27 años, con un Mundial y una Copa América en su currículum, volvió a quemar los libros: Manchester City pagó unos 45 millones de euros por su pase; una cifra que lo convirtió en el defensor argentino más caro de la historia. El Chupa lo hizo de nuevo. Y a su manera. Rapido y furioso.  

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