«Odio a los hinchas, no al fútbol»

Literatura hecha pelota

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Será siempre el hombre que hilvanó palabras y escenas para darle forma a El Nombre de la Rosa, uno de los libros más vendidos en el último siglo. También, el que exploró la irracionalidad de los grupos terroristas y las mafias económicas en El Péndulo de Foucault. Y el que en su último libro, Número Cero, describió la redacción imaginaria de un diario creado en 1992 -año de la investigación Mani Pulite en Italia- para desinformar, difamar adversarios, chantajear, manipular, elaborar dossieres y documentación secreta.

El inconsciente colectivo tendrá esos recuerdos, y muchos más, de Umberto Eco, el escritor, semiólogo y filósofo italiano que murió días atrás, a los 84 años. Autor de gran cantidad de textos y ensayos, tiempo atrás cuestionó a las redes sociales. «Le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel», sentenció Eco en junio pasado. Y en ese tono también se había manifestado, en el Mundial de Italia ’90, contra los hinchas de fútbol. Aquí, algunos extractos de aquel artículo escrito para el diario El País.

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Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón que no iría a dormir por la noche a los pasos subterráneos de la Estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, de Nueva York, pasadas las seis), pero, si se presenta la ocasión, veo un buen partido con interés y placer en la televisión porque aprecio los méritos de este noble deporte. Yo no odio el fútbol. Yo odio a sus fanáticos.

No se entienda mal. Yo guardo hacia los hinchas los mismos sentimientos de la Liga Lombarda hacia los extracomunitarios: «No soy racista, siempre que se queden en su casa». Por su casa entiendo los sitios en que se reúnen y los estadios y no me preocupa lo que suceda en ellos. Casi prefiero que vengan los de Liverpool, pues, por lo menos, me divertirán las crónicas: si se trata de un circo, que corra la sangre.

No amo al hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. Para entender bien lo que quiero decir, pongo un ejemplo: Yo toco la flauta dulce. Supongamos que me halle en un tren y le diga al señor sentado delante de mí, así, para entablar conversación:

-¿Ha oído el último CD de Frans Brüggen?
-¿Cómo, cómo?
-Me refiero a la Pavane Lachryme. A mí me parece que ataca demasiado lento.
-Perdone, no lo entiendo”.
-Hombre, le estoy hablando de Van Eyck, ¿no? (silabeando) El Blockflöte”.
-Mire usted es que yo… ¿Se toca con arco?
-Ah, ya entiendo, usted no…
-Yo, no.
-Curioso. ¿Pero usted no sabe que para tener una Coolsma hecha a mano hay que esperar tres años? Entonces es mejor una Moeck de ébano. Es la mejor, al menos de las que pueden encontrarse en las tiendas. Me lo ha dicho incluso Rampal… Y oiga, ¿llega usted hasta la quinta variación de Derdre Doen Daphne D’Over?
-La verdad, yo voy a Parma…

A lo largo de su vida, Eco criticó la manipulación en el periodismo y la corrupción. En Diario Cero, su último libro, abordó los misterios que rodearon la muerte del dictador italiano Benito Mussolini. Allí, cuestionó la mala prensa, la mentira y la deformación de la historia.

Bueno, no sé si he dado la idea. Y estaríais de acuerdo si mi desafortunado compañero de viaje se colgara del timbre de alarma. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es particularmente difícil con el taxista:

-¿Vio a Vialli?
-No, debe haber venido mientras no estaba.
-Pero esta noche, ¿verá el partido?.
-No, tengo que ocuparme del libro Z de la Metafísica, ¿sabe?, el Estagirita.
-Bien, véalo y ya me contará. Para mí Van Basten puede ser el Maradona de los 90, ¿usted qué cree? Pero yo no perdería de vista a Hagi.

Y así sucesivamente, como hablar con la pared. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio. No tiene noción de la diferencia, variedad e incomparabilidad de los Mundos Posibles.

He puesto el ejemplo del taxista, pero habría sido igual si me hubiese referido a las clases hegemónicas. Sucede lo mismo que con la úlcera, que ataca tanto al rico como al pobre.

Aun así, es curioso que criaturas tan adamantinamente convencidas de que todos los hombres son iguales, luego estén dispuestas a abrirle la cabeza al hincha que viene de la provincia limítrofe. Ese chauvinismo ecuménico me arranca rugidos de admiración. Es como si los ultranacionalistas dijeran: “Dejad que los africanos vengan a nosotros, así luego lo zurramos”.

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