LA LARGA CARRERA DE BURRUCHAGA CONTRA LA MUERTE

Crónicas Mundiales

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Por Juan Sasturain

En el Mundial de México o, mejor, los argentinos en el Mundial de México, jugando ya jugados bajo ese cielo no precisamente protector del Azteca, lidiaron entre otras cosas con el miedo. Y ahí son ejemplares algunas modulaciones, las distintas respuestas personales ante el apriete del pánico. Lo que va del reconocimiento de su imperio absoluto -«Si perdía la final, no podía volver a la Argentina», dijo Bilardo- al desprecio mayor en los goles de Maradona a los ingleses, esos dos saltos al vacío, transgresión pura, morisqueta al miedo: tocada de culo (con la mano) a la Ley, y gambeta, evasión, esquive, a la Táctica.

Pero Bilardo y Diego, ejemplares (por argentinos), contrapuestos, de algún modo complementarios, tienen una relación extrema, excesiva, con el miedo. El técnico lo respeta, lo reconoce dentro de sí, le hace un lugar en su alma y en la cancha, lo domestica en la convivencia de años: Bilardo es lo que es porque sabe tener miedo. El Diez, a la inversa, lo niega con su sola presencia: es lo que es –precisamente– porque no lo conoce.

Claro que esos dos no sirven para uno. Por eso me gustaría quedarme con otro protagonista no anunciado, ese al que le tocó estar ahí ocasional, único, en la intersección definitiva y sin libreto ni certeza para su alma: El Burru, Jorge Burruchaga. Porque la historia de la final es como un cuento tantas veces contado que se aplana sin puntos altos o sólo deja ver dos o tres fogonazos clave. Y fue un partido bárbaro, emotivo como la final con Holanda ocho años antes, con todas las temperaturas.

El gol prematuro del Tata Brown yendo bien arriba ante un Schumacher frío, tonto, salidor inconsciente al que todavía estaríamos puteando si hubiera sido nuestro; después, el largo gol de Valdano llegando vacío por izquierda luego de haber estado en el inicio de la jugada al fondo a la derecha, el toque, su carrera hacia la cámara y el banco con el festejo que inaugura el dedo extendido, repartidor de gracias y dedicatorias: era el 2-0 y a los diez del segundo tiempo se fundaba la leyenda mezquina de “el peor resultado”.

Porque bajo el terrible peso y la luz oscura del pasado mediodía en el Azteca, la araña gris del mediocampo movió las patas y en el tramo final Alemania –verdes rubios monótonos– se vino y se vino. Y, goles calcados, con el águila Rummenigge haciendo nido en el área y metiendo picotazos cortos, increíblemente nos empataron. Se repetía, subrayada con marcador negro, la historia del 78, y sobre la hora nos hacían guardar la cornetita. Y venían por más: la araña ya trotaba hacia el barrio de Pumpido.

Es en ese momento, apretados en nuestro campo, sin salida ni real ni aparente, que Diego pega el grito y la pone al vacío detrás del último alemán alineado en mediocampo –otra vez la cosa, la historia es por derecha– y allá va Burruchaga (vamos todos con él) a buscar la gloria o la tragedia.

Me gustaría quedarme con otro protagonista no anunciado, ese al que le tocó estar ahí ocasional, único, en la intersección definitiva y sin libreto ni certeza para su alma: El Burru, Jorge Burruchaga. Porque la historia de la final es como un cuento tantas veces contado que se aplana sin puntos altos o sólo deja ver dos o tres fogonazos clave.

Nunca he contado los segundos interminables de la larga carrera del Burru con la pelota al pie, pero todo cabe en esa agonía. Si Diego contra los ingleses hizo ese mismo camino y mucho más largo y acompañado /acosado por camisetas blancas con todos los números, era Diego. Fue y lo inventó, lo hizo cagándose en todo. Pero Burruchaga no, Burru soy yo, es cualquiera de nosotros. Por eso necesito a Handke a mi lado para que acompañe la vacilación alemana del pobre Schumacher entre salir o no, porque yo y otros millones nos concentramos en Burruchaga que va (vamos) corriendo con el último defensor, ese Briegel, muy atrás, pero con la marca del miedo en los talones. Y corre con la pelota al pie.

Toda una vida está jugada ahí: Burruchaga tiene (demasiado) tiempo para pensar; sabe, siente que le ha tocado a él, que no habrá otra, que todo tendrá sentido o dejará de tenerlo en unos pasos más. Es jugarse la vida a un toque contra el miedo.Y Burruchaga sigue, ni mira a los costados –después verá, por la tele, que Valdano se mostraba solo a su izquierda, que Briegel le olía ya la nuca, que la araña del Azteca también lo perseguía…– y demora, demora hasta el final cuando sale Schumacher y entonces sí –leve, definitivamente– con seguro miedo, con respeto al pánico, con la punta del pie y del alma, la toca. La pelota pasa por debajo de la panza de la muerte.

Y es gol.

*El texto fue extraído del libro La patria transpirada: Argentina en los mundiales 1930-2010. Editorial Sudamericana.

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